¿Tiene un minuto para hablar de Satán?

[Publicado en el número 53 (septiembre de 2016) de la revista BCN MÉS]

Llaman a la puerta. Llaman a la puerta. No me he equivocado al escribir, es que llaman a la puerta dos veces. Es domingo, son las 10 de la mañana y por norma no suelo estar despierto a estas horas. Los domingos a las 10 de la mañana no es que esté de resaca, es que todavía estoy borracho. Para mí, los domingos por la mañana no existen, son un cuento para asustar a los solteros sin hijos. Llaman a la puerta (tres veces).

Quito el pestillo, entreabro y delante mío aparece un hombre de estatura desagradable, traje viejo de tweed y olor a Brummel, para hombres que dejan huella en la capa de ozono. Debajo del brazo, una carpetilla raída. Al detectar que la puerta se abre, sus labios empiezan a dibujar una sonrisa grotesca hasta que se le arrugan las comisuras y los ojos desaparecen bajo pliegues y pliegues de piel.

¿Tiene un minuto para hablar de Satán?, me dice.

Satanás, ya sabe. El Demonio, el Diablo, Lucifer, El Ángel Caído, El Lucero del Alba, El Príncipe de las Tinieblas, Belcebú. El-que-no-debe-ser-nombrado. Bueno, este último no, ese es el malo de Harry Potter. Me he equivocado de libro.

Me quito una legaña del tamaño del meteorito que acabó con los dinosaurios y, sin querer, abro la puerta del todo. El tipo mete su pie recubierto de charol barato en mi casa.

Claro hombre, así me gusta. Será un minuto de nada, paso y le cuento. Traigo folletos.

Cuando me doy cuenta está plantado en el salón, mirando las fotos del crucero aquél que hice con Jennifer y que he olvidado quemar en una hoguera mientras bailo alrededor desnudo maldiciendo su nombre en voz alta. Sus ojos viajan de foto en foto mientras asiente con la cabeza, la cara marcada por su sonrisa siniestra.

¿Le gusta viajar, eh? ¿Sabe que las vacaciones en familia las inventamos nosotros? Y el paintball con los compañeros de la oficina y la arena fina de la playa.

Me sirvo un café, a ver si Juan Valdés me despierta de esta pesadilla dominguera. No le invito.

Café, ¿eh? Pues un cafelito sí me tomaba. Solo. No hace falta que se vaya, me refiero a solo, sin leche. Nah, es una bromita que hago, es una cosa muy mía, perdone.

Se ríe como cuando escribes “jajajjjaja” en el Whatsapp pero en realidad no te estás riendo, con las tres jotas juntas como diciendo “me río tanto que ni la ortografía respeto”.

¿Sacarina tiene?

Se sienta en el sofá de escay, abre su carpetilla y empieza a desparramar papeles por la mesa como si hubieran tenido un accidente. Me acerca un folleto escrito todo en Comic Sans: “PODRÍA SER PEOR… ¡PERO SÓLO CON TU AYUDA!”.

Somos una organización muy antigua, ¿sabe usted? Sorbito de café.

 Nosotros nos dedicamos básicamente al mal. Perdón, al Mal, así con M Mayúscula Mayestática. Lo trabajamos al por mayor pero también al detalle. Ya sabe, un poco de terrorismo internacional, neoliberalismo económico, esas cosas.

 Sorbito de café.

 Luego trabajamos también mucho el tema del mal (perdón, el Mal) al por menor. Como cuando pusimos de moda las tiendas de cigarrillos electrónicos y las cerramos todas al cabo de un mes. ¿Las bragas color carne? Diseñadas en el séptimo círculo del Infierno. ¿Las Crocs? Que no le engatusen, idea nuestra. Como las camisetas con escote para hombres, los ciclistas que te pitan por la acera y los palitos de selfie. Ah, y editamos a Paulo Coelho, también.

Me acerca un ejemplar de “A orillas del río Piedra me senté y lloré”. No lo cojo.

Ponemos fotos en Tinder en las que salen dos personas y no sabes cuál es la buena, inventamos la expresión “es bien” y la cuota de autónomos, fuimos pioneros en lo de ponerle piña a las pizzas y diseñamos las tazas de “Hoy es un buen día para sonreír”. Sacamos la rima de Mecano “no hay marcha en Nueva York y los jamones son de york” en una tarde. Los grupos de Whatsapp de ex alumnos, las visitas en pareja a IKEA, las señoras que caminan juntas por Gran de Gràcia ocupando toda la acera… bueno, es que empiezo y no paro.

A estas alturas el comercial del diablo parece que ha echado raíces en el sofá. ¿Y si se queda para siempre? ¿Y si acabo compartiendo piso con un adorador de Satán? Ya he compartido piso con Erasmus y sé de qué va el tema.

Qué más…

 Mete la nariz en un bolsillo de la carpetilla.

 Tenia un papel en el interior con algo escrito para no olvidarme… ah sí, también tenemos una productora de televisión. En octubre estrenamos lo nuevo de Bertín. Mucha risa, qué tipo tan salao y qué gentes más interesantes trae siempre, ¿verdad que sí?

Le hago la mirada que se le hace a la pareja que ha venido a cenar a casa y que no termina nunca de irse porque ellos mañana no trabajan.

Mire, lo que vengo yo a pedirle es una pequeña contribución. Una ayuda, un algo. Organizamos unas reuniones muy interesantes para rendir culto a Su Alteza. Nos juntamos y venga piernas arriba y abajo, glúteos torneados, pedalea que te pedalea. Si usted quiere se pasa un día. Por supuesto la matrícula es gratis, ¿eh?

Miro a mi alrededor. Veo los platos de tres días en la encimera, mis calzoncillos con la goma dada de sí y raídos por la entrepierna, justo donde se rozan los muslos blancos y blandurrios. El sofá con la forma de mi culo, una planta seca y muerta, cosa que no entiendo porque es de plástico. Una cucaracha que pasa por el rodapiés y me saluda hablándome de usted. “Matrícula gratis”.

Oiga mire, le digo. Creo que podría darles una oportunidad.

Claaaaro que sí, amig…

Pero hágame un favor. Por favor se lo pido. Deje de hablarme en cursiva.

Sin problema. Si me puede firmar aquí…

Sonríe. Y de pronto, hace mucho calor.

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Para entrar a vivir.

Cuando alquilas una casa no alquilas solo cuatro paredes. Cuando alquilas una casa alquilas la calle nueve pisos bajo ella y la gente paseando. Alquilas el hotel de enfrente y los cafés viendo cómo cambian las sábanas de la habitación 107 un día tras otro. Alquilas la montaña del fondo, con el castillo en lo alto, y los fuegos artificiales el 23 de junio y las noches que gana el Barça.

Alquilas a los vecinos de abajo haciendo el amor y a los de al lado follando. Alquilas los relámpagos a lo lejos y el granizo de verano sobre el techo, las cagadas de gaviota y el olor a maría del chaval del séptimo. Alquilas el sol y los fanalillos de colores. La línea del horizonte sobre el mar, el sol que sale, el aire que entra.

Y luego te vas y lo dejas para el siguiente que llegue. Un poco más usado todo, el sol, el aire, las vistas, pero como nuevo. Para entrar a vivir.

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El censor.

El censor cierra la puerta tras él, deja el maletín y se acerca al tocadiscos. Pone a Bach y se sienta ante la mesa de montaje. Enciende la luz, despliega las patillas, descansa las gafas sobre la punta de su nariz, se pone los guantes. Coge las tijeras.  Abre una caja y extrae un rollo de película.

El censor ve un beso. Y lo corta. El censor ve un escote. Y lo corta. El censor ve un abrazo demasiado largo. Y lo acorta.

El censor se deshace de miradas incendiarias, de dobles sentidos, de piernas jóvenes que enseñan demasiado. Corta y confecciona un nuevo mundo más casto, un mundo gris para todos los públicos.

Al final de la jornada, el censor se levanta. Deja las tijeras, pliega las gafas. Coge una caja, guarda los pedazos del día y contempla los trozos de película acumulados. Trozos de besos y caricias y escotes y desnudos y gritos y manos entrelazadas y brazos que rodean cinturas.

Ante esa visión, el censor derriba el muro, se deja ganar por la belleza… y llora.

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El arma cargada.

¿Cuánto te costó disparar esa bala?
¿Cuánto meter tus dedos en mi cráneo y sacarla?

Darle forma,
alisarla como papel de plata.

Hasta dejarla nueva.

El arma cargada,
lista para volver a disparar.

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Guatsyorneim.

Estar en Nueva York y llamarse, pongamos por ejemplo, Ferran, es como estar en Nueva York y llamarse John, Samantha o Mustafah. En Nueva York a nadie le importa cómo te llames.

Hasta que entras en un Starbucks. Cuando entras en un Starbucks, llamarse Ferran es como tener cinco años y llevar gafas: las vas a pasar putas.

Porque cuando entras en un Starbucks te preguntan tu nombre, Ferran. Y el primer día, recién llegado con tu mochila y tu pantalón corto y tu mapa Lonely Planet escondido en el bolsillo de atrás, te preguntan guatsyorneim y tú respondes Ferran. Con la e bien cerrada y las erres vibrando en tu paladar como el motor de una Harley. RRR! RRR!

What?! La cara de buen rollo del chicarrón con gorra detrás del mostrador se congela en una mueca entre el asco y la incomprensión.

Ferran, repito, intentando pronunciar en un correcto inglés. O sea, como si estuviera borracho. Fuwan. El tipo apunta el nombre con resignación y pago mi café con un fajo de billetes atados con una goma, un cheque al portador, una bolsa de monedas de oro rescatadas de un barco medieval portugués y dos hipotecas. También firmo un papel que estipula que Starbucks puede disponer de mi primogénito nonato cuando lo crea conveniente.

Minutos después, llaman a alguien. Un tal Frank. En la cola estamos dos chicas y yo. Una de ellas es una rubia espectacular y la otra es menos espectacular. De hecho, podría llamarse Frank. Pero no es el caso, por lo que deduzco que Frank es mi nuevo nombre americano.

FRANK.

Cuando mi café se dirige a mí, no me reconozco. Mi café me llama Frank. ¿Quién coño es Frank? ¿Es esta la relación que vamos a tener tú y yo, Double Caramel Machiatto? ¿Vamos a ir de la mano por la ciudad que nunca duerme y ni siquiera te sabes mi nombre?

Al día siguiente descubro que this is America and this is the American way. Aquí hay que pasar por el aro chaval, si quieres alimentarte vas a tener que decirnos tu nombre. Es la hora de la hamburguesa y llevo todo el día a base de patatitas de supermercado porque el súper es el único sitio en el que no les importa cómo me llamo ni cuántas horas me quedan de vida.

Así que, cuando viene el momento de pagar mi menú, pruebo con el nombre que viene en mi DNI, ese por el que solo me llaman en el pueblo pero que tanto me gusta: Fernando. Con una población latinoamericana estimada en el año 2013 de unos 35 millones de personas, es de suponer que haya muchos Fernandos barriendo las calles  y limpiando los platos sucios de América. Fernando servirá, Fernando es la puerta de entrada a los Estados Unidos, mi salvoconducto a la libertad. My name is Fernando, I want my burger and I want it now. Because this is a free country and shit like that.

Pido una hamburguesa with «root beer», que a pesar de su nombre no tiene nada de cerveza. Más bien es una especie de jarabe dulce concentrado hecho con nieve sucia. Decepción número uno. Decepción número dos: en el ticket pone Fern. Fern. Fern en inglés significa helecho. «¿Qué tal el día hoy en la hamburguesería, Mary Kate?» «Genial, Scott, hemos quedado segundos en la feria del condado y le he servido un menú completo a un helecho».

Tengo nombre de helecho. Una planta. Una puta planta, me cago en Dios.

Los días sucesivos son una constante de sudores fríos y tensiones lingüísticas. Un Fran, más Franks, un garagato incomprensible e incluso hay una mujer que después de preguntarme pasa de mi cara (y de mi nombre) y solo pone: Latte Macchiatto. Como un actor con conexiones con la mafia. Dicaprio, De Niro, Macchiatto.

A partir del quinto día en Nueva York empiezo a dudar de mi propia identidad. Solo en la capital del mundo, tengo que repetirme el nombre a mí mismo en voz baja como un chalado de Times Square para no perder la cordura. No sé cómo me llamo porque mis cafés tampoco lo tienen muy claro.

La decisión está tomada. En lo que resta de viaje, mis amigos de Nueva York me llamarán Ferran. Seré Fernando al pagar con tarjeta.

Simpáticos bartenders de Starbucks, vosotros podéis llamarme Mike.

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Libros.

Te buscaré por el mundo,
por tierra, mar y aire.

En el espacio profundo
donde no ha llegado nadie.

Te buscaré en todas partes,
menos en la sección de libros de la FNAC.

Porque no te has leído un libro en tu puta vida.

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Buenrollismo agotador en Disney Store.

Espero en la cola y ya te temo. Veo cómo tratas a la familia que está pagando y te tengo miedo. Examino tus movimientos, valoro mis opciones y confío en que todo pase rápido. Pero no. Como siempre, el tiempo en la caja de la Disney Store va a ser lento, como si cada sucursal de la tienda estuviera al lado de un agujero negro.

Llega mi turno y me pides perdón por la espera. No hace falta, de verdad. He esperado menos de 5 minutos, en la tienda solo hay mirones. Esperar es parte de la liturgia de la compra, un paso necesario en el proceso de adquisición de cualquier producto. No me pidas perdón (leo tu nombre en una chapa con orejas de Mickey), Ana.

Dejo los objetos en el mostrador. Una taza de Darth Vader y una sudadera de R2D2 talla-niño-de-7-años que me salva de quedar como un freak. ¿Que si quiero una bolsa, dices? Sí, una normal. ¿Una reutilizable con asas? No, no. Una normal ya va bien. ¿Soy mala persona por no querer una de las caras? A juzgar por tu sonrisa congelada marca Pixar, lo soy.

¿Que tenéis una oferta? ¿Una bolsa de playa por 9,90? No, tampoco. Solo quiero pagar. Por favor, quiero pagar e irme, encerrarme en mi habitación a 38 grados donde no tengo que tratar con seres humanos simpáticos.

Pasas los artículos por el escáner con la lentitud marca de la casa del Mundo de los Sueños, donde no hay prisa y todo es maravilloso, dices que qué chuli todo lo que llevo y yo digo que sí que muy chuli intentando sonreír y escondiendo mi incomodidad. Se lo enseñas a tu compañera, una segunda opinión que lo corrobora: es todo muy chuli. Quiero irme ya.

No lo quiero envuelto para regalo. Por favor, basta.

Para terminar, me llamas de usted, Ana, y me hundes la puta vida.

Mientras te doy los billetes como si estuviera pagando mi libertad, tu compañero asalta con todas sus armas a una pobre criatura que acaba de experimentar por primera vez lo que es la incomodidad social y la vergüenza ajena. Tu compañero le dice no se qué de que ese muñeco que se lleva es el más chuli (chuli, otra vez) de Frozen. Y ahora la niña también quiere irse.

Déjame marchar, Ana. Es lo mejor para los dos. Quédate el cambio, tengo que irme. Encaro la puerta como un galgo en una carrera a punto de atrapar al conejo de plástico.

«Que la Fuerza te acompañe», gritas desde la caja, mientras intento memorizar todo esto, exhausto, y apunto cinco palabras en la aplicación de Notas de mi móvil: Buenrollismo agotador en Disney Store.

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Gatos.

Por cada gato negro hay un gato blanco. Es el orden inmutable del cosmos, el frágil equilibrio de las cosas. Eso significa que por cada gato negro que se cruza en tu camino, un gato blanco, en algún lugar del mundo, se cruza en el camino de alguien o le lame la mano o se le acerca con cautela, las orejas de punta hacia el cielo.

Que por cada gato negro que veas, tarde o temprano acabarás dando con uno blanco con el mismo número de patas, o similar.

También significa que por cada gato negro que muere en el mundo, le sigue un gato blanco, así como por cada gato negro que nace, llega a este mundo otro del color contrario. Es como una lucha silenciosa, como si alguien quisiera mantener un orden invisible.

Piensa en ello cuando se te cruce un gato negro. Pero no le des mucha importancia cuando sea blanco.

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